Instantes
Me dejé caer en el sillón del pasillo con un suspiro. El trabajo me había dejado exhausto. Me hundí entre los cojines y miré a mi alrededor distraídamente. Clara, mi mujer, y Sofi, mi hija, todavía no habían vuelto. Probablemente habían salido juntas de compras. La casa se encontraba oscura y fría y algunos escasos rayos de Sol se filtraban por entre las persianas. El reloj marcaba las tres. Sólo la luz fluctuante del monitor de la computadora resplandecía de a ratos, cortando las tinieblas de la casa o perdiéndose en ellas según la ocasión. Martín estaba jugando a algún juego de disparos en ella y los sonidos llegaban sofocados hasta mí. Parecía que no se era adolescente sino se era capaz de aniquilar gente virtualmente.
Instintivamente, me tome la frente: sufría de dolor de cabeza en ese momento. El tiempo avanzaba vorazmente y los instantes compartidos con mi familia se consumían demasiado pronto, no alcanzaban… y parecían escasear en mi vida. Éramos una familia con problemas pequeños, típicos, pero éramos también, mirando las cosas desde una perspectiva más general, felices. Era un problema con el tiempo. Faltaba tiempo; nos faltaba tiempo. Los instantes se sucedían demasiado rápido; los minutos corrían convirtiéndose en horas, días, meses, años. No podía frenarlo.
Me sentía frustrado; una ligera sensación de desesperación se apoderó de mi estómago. Clavé mi mirada en el reloj… Cuántos segundos perdidos para siempre…
No podía ser que semejante estupidez me alterara… El dolor de cabeza era insoportable… Cerré mis ojos, no podía pensar con claridad…
Después de un tiempo debí de haberme quedado dormido. Finalmente, abrí los ojos, me dolían, así que parpadeé varias veces. Me estiré luego lentamente, mirando de reojo mis alrededores. Debían haber pasado ya varias horas. Escuché los golpeteos rítmicos de las teclas y recordé a Martín. Perezosamente, busqué con la mirada el reloj colgado de la pared. Sorprendentemente, marcaba las cuatro. Tenía la sensación, debido a lo renovado que me sentía, de que había pasado más tiempo. Con lentitud, me levanté del sillón. Despacio, aventuré unos pasos por el pasillo. Todo parecía tan… sereno. Sobre la casa pesaba un aire de somnoliencia y tranquilidad que penetraba también en mi cuerpo y parecía afectar mis movimientos. Los leves sonidos que había escuchado ese día más temprano seguían su ritmo inconstante, suaves, sempiternos. De pronto, mientras arrastraba los pies cada vez más lentamente, un pensamiento cruzó mi mente, un pensamiento que me llenó de inquietud, aunque no entendía el por qué… El sonido del teclear de Martín, los golpeteos… Estaban más espaciados… Parecían cada vez más lentos… Cada vez más distantes entre sí. Me volteé para verlo, y aunque mi preocupación poseía un deje de desesperación, mi cuerpo se giró parsimonioso, ejecutando la acción con la lentitud de un sacro ritual. Pude contemplar cada movimiento con avidez, con inquietud. Los golpeteos reverberaban, se estiraban, se perdían entre ellos. Cuando pude ver a mi hijo, contemplé la delicada orquesta de sus movimientos, sus progresivas tensiones y relajamientos con increíble detalle. La respiración agitada, la tensión de su cuerpo... se dilataban en el tiempo. Era como si mi mente pudiera captar y pensar las cosas a velocidades imposibles y el cuerpo, con su ritmo normal, se ralentizara hasta lo inconcebible. O, quizás, fuese al revés, y sólo mi alma, separada extrañamente de mi cuerpo, pudiera sentir con claridad, mientras que mi cuerpo se perdía en un mundo que se frenaba. Eso, eso era. Era como si Dios estuviera deteniendo el mundo y yo pudiese percibirlo. Era absurdo. No pude evitar esbozar una sonrisa…que tardó una eternidad en tomar forma. No tenía sentido, y sin embargo… Podía sentir el aire que respiraba acariciarme lentamente por dentro y salir en húmedas volutas frente a mi rostro. Empecé a caminar hacia la puerta del patio. Era capaz de ver el polvo, atrapado en los rayos de Sol, bambolearse en una danza que parecía constantemente a punto de detenerse debido a lo pausado de sus cadencias. Mi piel sentía el beso del aire al desplazarse lentamente a mi alrededor a medida que yo avanzaba, a un ritmo intolerable, hacia el exterior.
Fue una eternidad. Era insoportable para el corazón, constantemente aquejado por los detalles olvidados o imperceptibles en la cotidianeidad, atacado por las sensaciones extrañas, por el reconocimiento de esas cosas imposibles de ser sentidas a cualquier velocidad distinta de aquella dolorosa lentitud. Cada instante duraba ahora un tiempo inefable, horroroso. Sentía el crujir de los huesos, las tensiones de los músculos, el desgaste y la rotura de los suelos. Con esa velocidad mínima podía sentir el peso de cada una de mis acciones, de cada otrora inocente paso.
En el trayecto, y hasta que conseguí abrir la puerta, envejecí. Oh, envejecí terriblemente. ¿Cuánto había pasado en mi atormentada mente? ¿Decenios? ¿Siglos? Todo ese tiempo vagando entre adivinaciones y reflexiones demasiado profundas, entre meditaciones y revelaciones, atacado constantemente por unos sentidos que parecían agudizarse constantemente.
Cuando el chirriar de la puerta por fin terminó y ésta quedó lo suficientemente abierta como para dejarme pasar, inicié el terrible proceso de dar otro paso más. Luego de otra eternidad, me encontraba en el exterior, al aire libre. La luz dañó mis ojos y sentí el peso de mis párpados al caer y el posterior forcejeo de las pestañas entrelazadas por error. Era maravilloso pero era, también, la peor tortura. Cada simple parpadeo que tenía lugar debido a los rayos del Sol era un tiempo inimaginable para mí. El mundo, el universo, avanzaba cada vez más despacio y mi alma agobiada sabía que, en cualquier momento, iba a detenerse y esperaba con ansias ese momento, con unas ansias antiquísimas. Pero también, deseaba poder ver el cielo, ver el mundo, estar viendo algo bello cuando eso sucediera.
Con dolorosa lentitud, levanté la vista. En algún momento, mucho después, terminé de fijar mi mirada. Había allí una mariposa, ataviada en dorado y negro. Sus alas debían de haberse estado agitando desde hacía muchísimo tiempo. Destellando majestuosamente, las atravesaban los rayos de luz y, cuando finalmente se extendieron, la mariposa, el paisaje, el mundo, alcanzó la perfección. Y, en ese momento, llegó el último instante, el instante perfecto, el instante infinito.
Instintivamente, me tome la frente: sufría de dolor de cabeza en ese momento. El tiempo avanzaba vorazmente y los instantes compartidos con mi familia se consumían demasiado pronto, no alcanzaban… y parecían escasear en mi vida. Éramos una familia con problemas pequeños, típicos, pero éramos también, mirando las cosas desde una perspectiva más general, felices. Era un problema con el tiempo. Faltaba tiempo; nos faltaba tiempo. Los instantes se sucedían demasiado rápido; los minutos corrían convirtiéndose en horas, días, meses, años. No podía frenarlo.
Me sentía frustrado; una ligera sensación de desesperación se apoderó de mi estómago. Clavé mi mirada en el reloj… Cuántos segundos perdidos para siempre…
No podía ser que semejante estupidez me alterara… El dolor de cabeza era insoportable… Cerré mis ojos, no podía pensar con claridad…
Después de un tiempo debí de haberme quedado dormido. Finalmente, abrí los ojos, me dolían, así que parpadeé varias veces. Me estiré luego lentamente, mirando de reojo mis alrededores. Debían haber pasado ya varias horas. Escuché los golpeteos rítmicos de las teclas y recordé a Martín. Perezosamente, busqué con la mirada el reloj colgado de la pared. Sorprendentemente, marcaba las cuatro. Tenía la sensación, debido a lo renovado que me sentía, de que había pasado más tiempo. Con lentitud, me levanté del sillón. Despacio, aventuré unos pasos por el pasillo. Todo parecía tan… sereno. Sobre la casa pesaba un aire de somnoliencia y tranquilidad que penetraba también en mi cuerpo y parecía afectar mis movimientos. Los leves sonidos que había escuchado ese día más temprano seguían su ritmo inconstante, suaves, sempiternos. De pronto, mientras arrastraba los pies cada vez más lentamente, un pensamiento cruzó mi mente, un pensamiento que me llenó de inquietud, aunque no entendía el por qué… El sonido del teclear de Martín, los golpeteos… Estaban más espaciados… Parecían cada vez más lentos… Cada vez más distantes entre sí. Me volteé para verlo, y aunque mi preocupación poseía un deje de desesperación, mi cuerpo se giró parsimonioso, ejecutando la acción con la lentitud de un sacro ritual. Pude contemplar cada movimiento con avidez, con inquietud. Los golpeteos reverberaban, se estiraban, se perdían entre ellos. Cuando pude ver a mi hijo, contemplé la delicada orquesta de sus movimientos, sus progresivas tensiones y relajamientos con increíble detalle. La respiración agitada, la tensión de su cuerpo... se dilataban en el tiempo. Era como si mi mente pudiera captar y pensar las cosas a velocidades imposibles y el cuerpo, con su ritmo normal, se ralentizara hasta lo inconcebible. O, quizás, fuese al revés, y sólo mi alma, separada extrañamente de mi cuerpo, pudiera sentir con claridad, mientras que mi cuerpo se perdía en un mundo que se frenaba. Eso, eso era. Era como si Dios estuviera deteniendo el mundo y yo pudiese percibirlo. Era absurdo. No pude evitar esbozar una sonrisa…que tardó una eternidad en tomar forma. No tenía sentido, y sin embargo… Podía sentir el aire que respiraba acariciarme lentamente por dentro y salir en húmedas volutas frente a mi rostro. Empecé a caminar hacia la puerta del patio. Era capaz de ver el polvo, atrapado en los rayos de Sol, bambolearse en una danza que parecía constantemente a punto de detenerse debido a lo pausado de sus cadencias. Mi piel sentía el beso del aire al desplazarse lentamente a mi alrededor a medida que yo avanzaba, a un ritmo intolerable, hacia el exterior.
Fue una eternidad. Era insoportable para el corazón, constantemente aquejado por los detalles olvidados o imperceptibles en la cotidianeidad, atacado por las sensaciones extrañas, por el reconocimiento de esas cosas imposibles de ser sentidas a cualquier velocidad distinta de aquella dolorosa lentitud. Cada instante duraba ahora un tiempo inefable, horroroso. Sentía el crujir de los huesos, las tensiones de los músculos, el desgaste y la rotura de los suelos. Con esa velocidad mínima podía sentir el peso de cada una de mis acciones, de cada otrora inocente paso.
En el trayecto, y hasta que conseguí abrir la puerta, envejecí. Oh, envejecí terriblemente. ¿Cuánto había pasado en mi atormentada mente? ¿Decenios? ¿Siglos? Todo ese tiempo vagando entre adivinaciones y reflexiones demasiado profundas, entre meditaciones y revelaciones, atacado constantemente por unos sentidos que parecían agudizarse constantemente.
Cuando el chirriar de la puerta por fin terminó y ésta quedó lo suficientemente abierta como para dejarme pasar, inicié el terrible proceso de dar otro paso más. Luego de otra eternidad, me encontraba en el exterior, al aire libre. La luz dañó mis ojos y sentí el peso de mis párpados al caer y el posterior forcejeo de las pestañas entrelazadas por error. Era maravilloso pero era, también, la peor tortura. Cada simple parpadeo que tenía lugar debido a los rayos del Sol era un tiempo inimaginable para mí. El mundo, el universo, avanzaba cada vez más despacio y mi alma agobiada sabía que, en cualquier momento, iba a detenerse y esperaba con ansias ese momento, con unas ansias antiquísimas. Pero también, deseaba poder ver el cielo, ver el mundo, estar viendo algo bello cuando eso sucediera.
Con dolorosa lentitud, levanté la vista. En algún momento, mucho después, terminé de fijar mi mirada. Había allí una mariposa, ataviada en dorado y negro. Sus alas debían de haberse estado agitando desde hacía muchísimo tiempo. Destellando majestuosamente, las atravesaban los rayos de luz y, cuando finalmente se extendieron, la mariposa, el paisaje, el mundo, alcanzó la perfección. Y, en ese momento, llegó el último instante, el instante perfecto, el instante infinito.